Hay algo que rara vez se menciona en las reuniones de planificación o en los reportes de productividad, pero que puede marcar la diferencia entre un equipo funcional y uno verdaderamente humano: la inteligencia emocional. Y no, no se trata de frases motivacionales pegadas en la pared o de hacer “team building” en un escape room una vez al año. Es algo más profundo. Más cotidiano. A veces, más silencioso también.
Lo que no se ve, pero se siente
Entrar a una sala de reuniones y notar tensión en el aire… sin que nadie haya dicho una palabra. O, por el contrario, sentirse en confianza apenas cruzas la puerta, como si pudieras soltar los hombros después de un día largo. Eso es inteligencia emocional actuando (o no actuando) en el ambiente. Se manifiesta en cómo nos escuchamos —de verdad, no solo esperando a que el otro termine—, en cómo manejamos el estrés colectivo y, especialmente, en cómo enfrentamos los errores sin destruir al que los cometió.
Porque, aceptémoslo: trabajar en equipo no es fácil. Las personas somos complejas, cambiantes, a veces torpes. Y en medio de eso, se espera que seamos eficientes, colaborativos y, si es posible, felices. Sin inteligencia emocional, ese equilibrio es simplemente imposible.
¿Qué significa tener inteligencia emocional en un equipo?
No es solo que cada uno “controle sus emociones”. Eso suena a apagar incendios internos como quien tapa filtraciones con cinta adhesiva. La verdad es que se trata más bien de reconocer lo que sentimos, comprenderlo, y actuar desde ahí con consciencia. En un equipo, esto se traduce en cosas tan sencillas como que alguien diga: “Hoy no estoy al 100, pero voy a dar lo mejor que pueda”, y que el resto entienda, apoye, no juzgue.
Significa también que cuando hay conflictos —porque los hay, claro que los hay—, no se barran debajo de la alfombra. Ni se conviertan en guerras pasivo-agresivas. La inteligencia emocional permite hablar desde el respeto, incluso cuando se está en desacuerdo. No por protocolo. Por cuidado.
El líder no lo es todo, pero casi
Ahora, no se puede hablar de inteligencia emocional en un equipo sin mencionar a quien lo lidera. Porque aunque no lo queramos, las personas miramos hacia arriba en busca de guía emocional. Si el jefe se enoja y grita, ese tono se multiplica hacia abajo. Si el líder se muestra vulnerable y cercano, eso también se contagia. El tono emocional de un equipo, en gran parte, se modela desde arriba.
Recuerdo una vez, en una reunión de equipo, donde el Líder de Desarrollo—un tipo brillante, pero algo temperamental— soltó una crítica durísima a uno de los asistentes en plena reunión. Nadie dijo nada. El silencio fue más ruidoso que el reproche. A la semana siguiente, ese mismo Desarrollador presentó su renuncia. ¿El motivo? No fue el comentario en sí. Fue que nadie lo defendió. Que nadie dijo: “Oye, eso estuvo de más”. Sin inteligencia emocional, el talento se va. Y no siempre lo hace dejando una carta de despedida.
Las emociones también trabajan, aunque no estén en el organigrama
Es curioso: en muchas empresas se hacen mapas de procesos, matrices de competencias, análisis FODA… pero pocas veces se mapea el flujo emocional de un equipo. Y sin embargo, eso también es un sistema. Uno que funciona —o colapsa— cada día.
Por ejemplo, cuando alguien llega a una reunión con ansiedad por una entrega que no alcanzó a terminar, y otro del equipo ofrece ayudar sin hacerle sentir culpa, eso es inteligencia emocional. O cuando una persona introvertida logra expresar una idea y se le da espacio para que lo haga a su ritmo, sin interrupciones. Eso también.
Es como una coreografía invisible. Nadie la ensaya, pero todos la sienten. Y cuando alguien pisa al otro (sin querer o queriendo), todo se desordena.
¿Y si no la tenemos? ¿Se puede entrenar?
La buena noticia es que sí. La inteligencia emocional no es un talento místico con el que se nace o no se nace. Es una habilidad, como aprender a escuchar música o a cocinar. Se entrena en lo cotidiano. Se afina en las conversaciones difíciles, en las pausas antes de responder, en los gestos de empatía.
Un equipo puede comenzar a desarrollarla simplemente preguntándose cosas que rara vez se ponen sobre la mesa: ¿Cómo te sentiste hoy en la reunión? ¿Qué te incomodó? ¿Hay algo que te gustaría que hiciéramos distinto? Son preguntas incómodas, claro. Pero necesarias. La inteligencia emocional crece cuando se le da espacio para estar. No brota sola.
No se trata de ser perfectos, sino humanos
Habrá días en los que el equipo esté cansado, irritable, incluso algo desganado. Y está bien. La inteligencia emocional no busca evitar las emociones “negativas”, sino gestionarlas con humanidad. No se trata de convertirnos en máquinas productivas y sonrientes. Se trata de aceptar que detrás de cada correo, cada entregable, cada reunión por Zoom… hay personas. Personas reales. Con historias. Con límites. Con miedos y con ganas.
Y cuando eso se comprende de verdad, el equipo deja de ser solo un conjunto de roles y tareas, y se transforma en algo más: una red que sostiene, que cuida, que potencia.
Porque al final del día —cuando apagas el computador, cuando cierras la libreta o terminas ese informe— lo que más recuerdas no es cuántos objetivos cumpliste, sino cómo te sentiste mientras lo hacías. Y ahí, en ese lugar tan sutil, vive la inteligencia emocional. Silenciosa, sí. Pero poderosa.
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