Cuando se habla de equipos de alto desempeño, solemos imaginarlos como relojes suizos: precisos, armónicos, casi perfectos. Y sin embargo, lo que muchas veces no se dice —o se oculta detrás de los números bonitos— es que estos equipos también chocan, también se frustran, también se enfrentan. Porque donde hay personas comprometidas, hay pasiones. Y donde hay pasiones, hay roces.
Lo que diferencia a un equipo de alto desempeño no es la ausencia de conflictos, sino cómo se los enfrenta. Cómo lo transforma. Cómo, en vez de dejar que una diferencia lo quiebre, logra convertirla en una conversación valiente que fortalece.
El conflicto no es el problema. El silencio, sí.
Hay una frase que suena incómoda pero es real: la falta de conflicto no siempre es señal de salud; a veces es una señal de miedo. En algunos equipos, el clima se ve “tranquilo”, pero en realidad lo que hay es resignación, distancia, o ganas de no meterse en problemas. Se prioriza la armonía superficial por sobre la verdad incómoda. Y eso, tarde o temprano, pasa la cuenta.
En los equipos de alto desempeño, el conflicto no se niega ni se esconde. Se asume como parte del juego. Pero no cualquier tipo de juego: uno con reglas claras, con respeto como base, y con un compromiso profundo por el resultado común.
¿Por qué hay más conflictos cuando el equipo funciona bien?
Parece contradictorio, ¿no? Pero la verdad es que cuando un equipo comienza a rendir alto, también aumenta el nivel de exigencia, la velocidad de las decisiones y la presión externa. Todo se intensifica. Y eso incluye los roces.
Además, cuando las personas sienten confianza psicológica —es decir, cuando saben que pueden hablar sin miedo a ser humilladas o castigadas— se atreven más a mostrar sus desacuerdos. Y eso es sano. Las diferencias de opinión, bien gestionadas, enriquecen. Las personalidades distintas, bien escuchadas, construyen nuevas formas de ver las cosas. El problema no es que alguien diga “no estoy de acuerdo”, sino qué hacemos cuando eso sucede.
Resolución de conflictos: no es apagar incendios, es saber leer el humo
Resolver un conflicto no es solo “calmar las aguas”. A veces esa actitud de pacificador termina siendo más dañina que el mismo desacuerdo. Lo importante es entender qué lo originó. ¿Fue una diferencia de expectativas? ¿Una mala comunicación? ¿Una herida pasada no resuelta?
Voy a contarte algo real: en una empresa de tecnología, dos líderes —ambos brillantes, ambos apasionados— comenzaron a chocar en cada reunión. No se interrumpían, pero se ignoraban. No discutían, pero tampoco colaboraban. Hasta que alguien del equipo pidió una reunión con ambos. No para “mediar”, sino para hacer preguntas incómodas: ¿Qué necesitan el uno del otro? ¿Qué los está frustrando? ¿Qué admiran del otro pero nunca lo han dicho?
Y ahí pasó algo mágico. Uno dijo: “Lo que me molesta no es que me corrijas. Es que lo haces delante del equipo, y eso me descoloca”. El otro respondió: “No sabía que eso te afectaba. Lo hago porque confío en ti, no para humillarte”. Desde ahí, todo cambió. No porque se prometieran no pelear más, sino porque entendieron lo que había debajo del conflicto.
Las herramientas no resuelven solas, pero ayudan
Sí, hay modelos. El más conocido quizás sea el de los cinco estilos de manejo del conflicto: competir, evitar, acomodarse, comprometerse y colaborar. Pero más allá de las etiquetas, lo clave es aprender a identificar cuándo cada estilo tiene sentido.
- Evitar, por ejemplo, puede ser útil si el conflicto es menor y el equipo está saturado.
- Colaborar es ideal cuando el tema es profundo y se necesita una solución creativa y conjunta.
- Comprometerse sirve para avanzar, aunque implique que nadie obtenga el 100% de lo que quería.
Y más allá de eso, existen preguntas que siempre ayudan:
- ¿Qué estamos cuidando cada uno en esta discusión?
- ¿Qué parte de responsabilidad tengo yo en este malestar?
- ¿Qué conversación hemos evitado, y ya es hora de tener?
El rol del líder: sostener el espacio, no dominarlo
En un equipo de alto desempeño, el líder no es el que tiene todas las respuestas. Es el que facilita las preguntas difíciles. El que pone el conflicto sobre la mesa sin dramatizarlo. El que cuida que todos puedan hablar, incluso los que no suelen hacerlo. El que sabe que permitir un desacuerdo sano hoy es mucho mejor que limpiar los escombros del resentimiento mañana.
Y, sobre todo, el que predica con el ejemplo. Si el líder evade el conflicto, el equipo también lo hará. Si el líder escucha de verdad, aunque esté incómodo, los demás aprenderán a hacer lo mismo.
¿Qué se gana cuando se enfrenta el conflicto con madurez?
- Se fortalece la confianza.
- Se eliminan resentimientos que estorbaban en silencio.
- Se mejora la comunicación.
- Y, lo más bonito de todo: el equipo aprende a conocerse de verdad.
Porque nadie conoce realmente a otro hasta que no han discutido con respeto, hasta que no han navegado una tormenta juntos y han salido del otro lado sin perderse.
Los equipos de alto desempeño no son inmunes al conflicto. Son expertos en atravesarlo.
Un conflicto mal gestionado puede hacer que un equipo se derrumbe, incluso si es talentoso. Pero un conflicto bien abordado puede transformarlo en algo más fuerte, más humano, más profundo.
Resolver conflictos no es evitar el caos. Es mirarlo a los ojos. Es hablar desde la honestidad sin dejar de cuidar. Es saber que no estamos solos, que lo que duele se puede decir, y que las diferencias, si se conversan bien, no dividen: enseñan.
Así que la próxima vez que notes tensión en tu equipo, no pienses “esto está mal”. Piensa: esto es una oportunidad. Una puerta. Un llamado a crecer juntos. Porque los equipos de alto desempeño no nacen por casualidad. Se construyen. Se enfrentan. Se escuchan. Y se eligen, cada día.
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